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Construcción de un barco

La construcción de la maqueta de un barco es una experiencia única. A diferencia de otros tipos de reproducciones, requiere materiales naturales como la madera, cuyo empleo necesita de ajustes y técnicas específicas. Una típica maqueta de barco, incluso si se trata de un producto presentado en una caja de montaje, no tiene nada que ver con un kit de plástico: cada pieza tiene que adaptarse y, por así decirlo, modelarse antes de colocarla. La construcción es progresiva, evoluciona poco a poco, pasando de una fase a la siguiente, y cada etapa exige una experiencia y un saber hacer diferentes.
Quien aborda por primera vez esta afición quizá tendrá, al principio, dificultades para comprender cómo es posible completar una reproducción majestuosa (impresionante y fiel hasta el último detalle a una gran nave, dotada de todos sus mástiles, velas, cañones y equipamiento) a partir de un montón de piezas contrachapadas sueltas. Sin embargo, conseguirlo está al alcance de todo el mundo, incluidos quienes no son particularmente hábiles en los trabajos manuales. No obstante, es evidente que la experiencia facilita mucho el trabajo. Durante la construcción de una maqueta naval de madera, sea la que sea, se pasa inevitablemente por fases delicadas y momentos críticos: algunos son inevitables, otros exclusivos de un determinado tipo de maqueta. Pero todos estos problemas ya los han encontrado y solucionado modelistas que más allá de sus conocimientos individuales han aplicado simplemente técnicas y métodos nacidos de su experiencia.

El navío más poderoso del siglo XVIII

El Santísima Trinidad fue el fruto más sobresaliente de la decidida política emprendida hacia 1748 por el marqués de la Ensenada, por entonces secretario de la Marina española. Para revitalizar la maltrecha Armada, el marqués envió al constructor Jorge Juan a Londres con la finalidad de reclutar a los mejores carpinteros de ribera. Burlando la vigilancia inglesa, Jorge Juan contrató, entre otros, a Matthew Mullan, uno de los más reputados maestros británicos. Como resultado de esta decisión se construyeron 46 unidades de los famosos "74 cañones", 35 fragatas y 5 navíos de más de 90 cañones, entre los que destacó el Santísima Trinidad, el buque más poderoso construido hasta entonces, con capacidad para 136 unidades de artillería distribuidas en cuatro cubiertas. Matthew Mullan recibió el encargo de diseñar el buque mejor armado de la época y se decidió que se construyera en La Habana, ya que el arsenal de La Carraca de Cádiz, donde trabajaba Mullan, no era apto para navíos de más de dos cubiertas. Fue botado en 1769 con 61,4 metros de eslora y 16,6 de manga, medidas no superadas entonces por ningún barco. Se armó en El Ferrol con 120 cañones y se hicieron algunas reformas para intentar solucionar algunos problemas de navegación y la excesiva escora. El Santísima Trinidad necesitaba una dotación de mil hombres entre mandos, artilleros y marineros, sin contar con los contingentes de Infantería de Marina que pudiera transportar según las necesidades de cada operación. El barco se incorporó a la Armada y en seguida adquirió la categoría de símbolo por su imponente presencia y su capacidad artillera, además de convertirse en la joya codiciada por los ingleses. Participó en el intento de bloqueo del canal de la Mancha y más tarde en el de Gibraltar, donde estuvo a punto de naufragar a causa de un temporal en el estrecho. El 9 de agosto de 1780 entró en combate por primera vez, apresando 4 fragatas y 51 buques de un convoy inglés cerca del cabo de San Vicente. También tomó parte en la reconquista de Menorca, apresando otro convoy británico. En 1782 participó como buque insignia de Luis de Córdoba en el asedio de Gibraltar. En otro combate en el cabo de San Vicente estuvo a punto de ser derrotado en gran desigualdad de condiciones frente al ataque de navíos ingleses que lo desarbolaron y causaron más de 200 bajas. En la ampliación realizada en 1795 se corrió la batería alta, elevándose el número de piezas de artillería a 136 unidades. En Trafalgar fue apresado por cuatro navíos ingleses tras sufrir numerosas bajas. Mientras era remolcado a Gibraltar por los británicos para ser mostrado como trofeo de guerra, un incendio lo hundió definitivamente.

sábado, 9 de enero de 2010

El infierno de las cubiertas inferiores

Cofre con los sables de combate situado en el centro de las cubiertas de los navíos. Estas armas tenían una triple finalidad: Servían para el mando de los oficiales responsables de las operaciones de disparo, para reducir las posibles deserciones en los momentos de pánico y para ser usados por los artilleros en caso de abordaje.
En los combates navales de la época de la batalla de Trafalgar el trabajo de los marineros en las cubiertas artilleras de los navíos era el más duro. Se exigía a los hombres una cadencia de disparo muy alta durante las muchas horas que duraba la confrontación, lo que agotaba a los artilleros hasta el límite de su resistencia. Cada operación de carga y descarga de las piezas de artillería necesitaba hasta 14 hombres por cañón, comandados por un artillero de preferencia. En un navío de 74 cañones se llegaban a concentrar en la cubierta principal hasta 200 hombres bajo las órdenes de un oficial que recorría los emplazamientos de los cañones con una pistola al cinto y el sable desenvainado con el que remarcaba las órdenes. Éstas se daban a gritos, cada vez más fuertes, porque durante el combate los estampidos de los disparos dejaban casi sordos a los marinos. Las armas del oficial de cubierta tenían también como finalidad amedrentar a los que abandonaban su puesto, ya que a finales del siglo XVIII era habitual que los artilleros fueran reclutados a la fuerza, sin que tuvieran ninguna formación ni marinera ni militar. Muchos corrían despavoridos a refugiarse en la bodega al iniciarse el fuego. Los únicos a los que se les permitía salir de la cubierta eran los denominados "monos de la pólvora", general mente adolescentes, casi niños, que corrían a la santabárbara para abastecer de cartuchos a las piezas.
Los hombres se debatían en un reducido espacio en el que los más altos no podían permanecer erguidos sin que sus cabezas chocaran con los baos. Además, al cabo de unas pocas andanadas, la temperatura alrededor de las piezas de artillería subía una media de 10 grados. Los artilleros trabajaban con el torso desnudo para evitar al máximo las infecciones en el caso de que se les perforara la piel debido a la metralla o a las astillas, y con éstas se introdujeran en la carne trozos de tela. El temor a las heridas provocadas por las astillas de madera era mayor que los estragos que podía causar el metal, ya que los disparos sobre el casco con balas redondas lo perforaban o entraban por una porta y se llevaban a los marineros que se encontraban a su paso, pero los disparos que se estrellaban contra la madera proyectaban una lluvia de astillas que se clavaban como flechas y, aunque no llegaran a matar, mermaban las dotaciones y llenaban la enfermería de heridos, a veces muy graves.
Si se disparaba desde el costado de barlovento, el ambiente se hacía insoportable, pues el humo penetraba en el interior de la cubierta creando una atmósfera irrespirable. Al cabo de una media hora de combate, los artilleros encargados de jalar los palanquines tenían las palmas de las manos desolladas, y eran muchos los lesionados en pies y piernas por los desplazamientos de las cureñas que no siempre se podían controlar. La situación empeoraba cuando la cubierta era alcanzada por el fuego enemigo; entonces los supervivientes tenían que lanzar por la borda los cuerpos de los muertos y el oficial debía reorganizar las dotaciones con menos hombres por pieza, con lo que la dureza del trabajo aumentaba y se perdía eficacia.

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