Para disparar los cañones navales de finales del siglo XVIII y principios del XIX era preciso dominar un método complejo en el que no se admitían errores. Un cañón del calibre 32 sobrepasaba las 7.000 libras de peso sin contar la cureña, el soporte con ruedas sobre el que se asentaba. Disparaba balas de 32 libras o cualquier otro tipo de munición "desgarradora", como los saquitos de metralla o las temibles palanquetas y proyectiles extensibles destinados a destrozar por completo el aparejo del enemigo. Se solía disparar con el balance (inclinación del barco) a barlovento, pues era entonces cuando se podía acertar mejor el objetivo.
La secuencia de disparo era muy sistemática. Un hombre introducía el cartucho de pólvora en el ánima, y luego metía la bala y un taco de madera; este último tenía la doble finalidad de evitar que el conjunto se moviera y de incendiar el barco enemigo al salir ardiendo tras el disparo. El taco se empujaba con el atacador y luego los marineros jalaban de los palanquines para que el cañón asomara por la porta en la posición ordenada por el oficial de tiro. Después se perforaba el lienzo que recubría el cartucho, se cebaba, se apuntaba y se disparaba con el botafuego, una mecha o cerilla de ignición lenta que se guardaban en gran cantidad en un barril o bien se colocaban en un balde cerca del artillero. A finales del siglo XVIII, la mayoría de cañones disponían de pistolas de pedernal para disparar, pero solían estropearse al cabo de algunos disparos, por lo que el sistema de la mecha acababa siendo un recurso imprescindible.
Tras el disparo, cuyo retroceso era retenido por una braga en forma de gruesa soga, se aflojaban los palanquines y un hombre introducía el rascador en el ánima para limpiarla; luego otro introducía la lana, un cilindro de lana de borrego empapado en agua que la refrescaba y tenía la importantísima finalidad de apagar las posibles brasas del interior tras la ignición. Si no quedaban bien apagadas, al introducir el nuevo cartucho podían provocar una fuerte llamarada que abrasara los brazos del artillero encargado de la operación, algo que ocurría en numerosas ocasiones en pleno fragor del combate. Luego se repetía el proceso lo más rápidamente posible.
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