Cofre con los sables de combate situado en el centro de las cubiertas de los navíos. Estas armas tenían una triple finalidad: Servían para el mando de los oficiales responsables de las operaciones de disparo, para reducir las posibles deserciones en los momentos de pánico y para ser usados por los artilleros en caso de abordaje.
En los combates navales de la época de la batalla de Trafalgar el trabajo de los marineros en las cubiertas artilleras de los navíos era el más duro. Se exigía a los hombres una cadencia de disparo muy alta durante las muchas horas que duraba la confrontación, lo que agotaba a los artilleros hasta el límite de su resistencia. Cada operación de carga y descarga de las piezas de artillería necesitaba hasta 14 hombres por cañón, comandados por un artillero de preferencia. En un navío de 74 cañones se llegaban a concentrar en la cubierta principal hasta 200 hombres bajo las órdenes de un oficial que recorría los emplazamientos de los cañones con una pistola al cinto y el sable desenvainado con el que remarcaba las órdenes. Éstas se daban a gritos, cada vez más fuertes, porque durante el combate los estampidos de los disparos dejaban casi sordos a los marinos. Las armas del oficial de cubierta tenían también como finalidad amedrentar a los que abandonaban su puesto, ya que a finales del siglo XVIII era habitual que los artilleros fueran reclutados a la fuerza, sin que tuvieran ninguna formación ni marinera ni militar. Muchos corrían despavoridos a refugiarse en la bodega al iniciarse el fuego. Los únicos a los que se les permitía salir de la cubierta eran los denominados "monos de la pólvora", general mente adolescentes, casi niños, que corrían a la santabárbara para abastecer de cartuchos a las piezas.
Los hombres se debatían en un reducido espacio en el que los más altos no podían permanecer erguidos sin que sus cabezas chocaran con los baos. Además, al cabo de unas pocas andanadas, la temperatura alrededor de las piezas de artillería subía una media de 10 grados. Los artilleros trabajaban con el torso desnudo para evitar al máximo las infecciones en el caso de que se les perforara la piel debido a la metralla o a las astillas, y con éstas se introdujeran en la carne trozos de tela. El temor a las heridas provocadas por las astillas de madera era mayor que los estragos que podía causar el metal, ya que los disparos sobre el casco con balas redondas lo perforaban o entraban por una porta y se llevaban a los marineros que se encontraban a su paso, pero los disparos que se estrellaban contra la madera proyectaban una lluvia de astillas que se clavaban como flechas y, aunque no llegaran a matar, mermaban las dotaciones y llenaban la enfermería de heridos, a veces muy graves.
Si se disparaba desde el costado de barlovento, el ambiente se hacía insoportable, pues el humo penetraba en el interior de la cubierta creando una atmósfera irrespirable. Al cabo de una media hora de combate, los artilleros encargados de jalar los palanquines tenían las palmas de las manos desolladas, y eran muchos los lesionados en pies y piernas por los desplazamientos de las cureñas que no siempre se podían controlar. La situación empeoraba cuando la cubierta era alcanzada por el fuego enemigo; entonces los supervivientes tenían que lanzar por la borda los cuerpos de los muertos y el oficial debía reorganizar las dotaciones con menos hombres por pieza, con lo que la dureza del trabajo aumentaba y se perdía eficacia.
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